domingo, 24 de abril de 2011

Las miradas pierden brillo y las colillas crecen en la escalera.


Siempre he sido muy de viajar. De ir de aquí para allá, visitando lugares y viendo sitios con la misma mochila marrón que siempre uso para tal menester, raída por el tiempo y a la que se le desprenden los hilillos por los lados como a las tijeras de los costureros. Siempre que tengo oportunidad me escapo a una nueva región, sobre todo del extranjero, desde donde me envío postales a mí mismo diciéndome lo que visto y el tiempo que hace. En esos lugares del remite de mis postales conozco gente a los que siempre les regalo fresas silvestres. No falla. Me explican sus costumbres y donde están las mejores heladerías, y aunque de idiomas ando justo, español e inglés de andar por casa y poco más, me da igual. Entro a los sitios y trato de encontrar a la abuela que cose ajena a todo o al señor vestido de negro con una silla plegable debajo del brazo. Me siento con ellos y entablo conversación. Siempre tardo en contestar para reflexionar lo que me han dicho y entonces me miran esperando. Yo les abrazo en silencio. La gente me dice que estoy loco, pero no le doy importancia. Una vez uno me dijo que no sabía comunicarme, y quizás es verdad, pero me da igual porque creo que eso de la comunicación con sonidos que forman palabras que a su vez construyen oraciones está sobrevalorado. Para que usar las palabras si se pueden usar las miradas. Las palabras se pueden malinterpretar y además se pierden en el viento. Las miradas sin embargo solo se pueden perder en su dimensión estética. Una vez detrás de la acostumbrada anciana que teje había una dama sentada, sola, como un libro abandonado del que me gustaba la cubierta y que estaba deseando abrirlo. No hablé con ella pues no hizo falta, ya que su mirada me lo decía todo y con sus ojos supe que le gustaban los atardeceres a la orilla del Danubio, la sopa tibia y que era propensa a los bajones de tensión. Nos reímos toda la tarde en un escenario perfecto, dando caladas al mismo cigarro como Bogard y calculando mentalmente el centro de la habitación, pero su teléfono móvil sonó indicándole que tenía un mensaje en la bandeja de entrada. No pude comprender lo que decía, cosas que pasan cuando no tienes ni idea del alfabeto cirílico, pero ella se levantó, me miró durante un instante y se marchó. Con la mirada me dijo que se lo había pasado bien pero que yo no le importaba nada, ni tan siquiera lo justo para romperme el corazón, así que tuve que rompérmelo yo solo.

viernes, 15 de abril de 2011

Pepe Frankenstein, el moderno (y sátiro) Prometeo.


Era frecuente encontrarlo por ese tipo de sitios; burdeles, bares,clubes de alterne... Eso no se debía a su condición de pervertido, si no a que formaba parte de su trabajo, y aunque en la mayoría de las ocasiones era en locales nocturnos donde se dejaba ver, había veces en en las que se le podía encontrar en bibliotecas y recitales.
Estas visitas a tan heterogéneos lugares obedecía a un singular objetivo: encontrar las mejores partes de una mujer. Una cosecha con los rasgos más delicados y las piezas de mejor calidad de los más codiciados ejemplares femeninos cuyo propósito era el de construir la mujer perfecta. Un trabajo que no parece tan extravagante cuando tu apellido es Frankenstein y desciendes directamente de la estirpe del celebérrimo profesor.Una viciosa variante del moderno Prometeo varias generaciones posterior.
Un corrompido demiurgo que termina las jornadas en su laboratorio clandestino, contando con los mejores materiales y la técnica adecuada, jugando con una colección de los mejores atributos y cerebros privilegiados, usando la ciencia con frívolas intenciones.
El resultado invariablemente era exitoso. De nuevo una mujer 10, un espécimen perfecto, un sueño para cualquier mortal, pero como en anteriores ocasiones el ejemplar acabó desechado, arrojado al contenedor de residuos orgánicos junto a la docena anterior. No conseguía dar con la mujer perfecta a pesar de sus esfuerzos,ningún resultado colmaba sus expectativas. Estaba comenzando a pensar que quizás el problema no fuera de las mujeres, si no suyo.

martes, 12 de abril de 2011

Genio


(…) limpiaba vehementemente la lámpara con su camiseta cuando de pronto un genio salió de ella:

-Piensa bien porque solo un deseo te concederé. Oro, fama, mujeres, lo que quieras te daré.

Se quedó pensando durante unos minutos, haciendo tirabuzones con su negra barba navegando en un mar de posibilidades, tratando de elegir la opción más acertada, cuando de repente los ojos se le iluminaron al dar con el deseo ideal.

Ya sé lo que quiero pedir. Quiero que los días tengan 48 horas, así podré perder el doble de tiempo cada día.

lunes, 4 de abril de 2011

Eran 100 m2


Con un suspiro cerró su cuaderno y se derramó sobre el banco. Apenas quedaba luz para escribir en la calle, así que decidió recoger sus cosas volver a casa. Para eso tomó el autobús nº 5, línea de transporte público con mala rima.
La tarde no había sido demasiado fecunda, como venía siendo costumbre, pero no quería seguir pensando sobre ello. Quería llegar a casa, abrir una cerveza y ver cualquier penoso programa de televisión. Odiaba la figura del escritor atormentado, pero la que más se le acercaba tras la de suicida en potencia.
Ya en su apartamento entró y fue directo a la cocina a por un zumo de cebada que le refrescara el gaznate. Parece que no pero pensar mucha sed. El suave burbujeo se deslizó por su garganta. Amargo helor bajado del cielo. Y justo cuando ese primer trago desaparece de tus papilas gustativas abrió los ojos y se fijó en el frigorífico. Había algo raro en él. El mismo aspecto, el mismo tacto, el mismo olor a difunto en su interior pero diferente. Era igual pero se lo habían cambiado. Con el gesto torcido y la cerveza en la mano se sentó en una silla para observarlo más detalladamente, cuando se dio cuenta de que la silla era igual, pero no era la misma. De hecho toda la cocina era igual pero no era la misma. El espanto hizo que dejara caer la botella. Su respiración aumentaba, su corazón se aceleraba. A trompicones entró en el salón y comenzó a rebuscar en los cajones en un intento de encontrar un ansiolítico que lo alejará de la ¿realidad?. Allí estaban, en su caja de diazepam 5 miligramos, pero esas pastillas no eran las suyas. Eran iguales, pero no eran las suyas. Todo el salón era como el suyo, pero no era el suyo. Todo el apartamento era como el suyo pero no era el suyo.
Nervioso cogió el móvil, que era como el suyo pero no era el suyo, buscó en la agenda el número de su novia y presionó la tecla de llamar. Tras sonar los tres tonos más largos de la historia una voz femenina contestó.
-¿Si, dígame?
-¿Cariño? Soy yo. Algo raro está pasando. No se dónde estoy. Estoy en mi casa...bueno, en una casa que parece mi casa pero que no es mi casa. Es muy raro. Alguien ha cambiado mis cosas por cosas como las mías. Lo parecen pero sé que no son las mías. Sé que parece raro lo que te estoy diciendo, creo que me estoy volviendo loco. Por favor, necesito que vengas a recogerme.
-Perdona, pero ¿me puedes decir quién eres?