lunes, 27 de julio de 2009

Una distopía apocalíptica como pocas, pero dirigida por Isabel Coixet



Toda mi vida he sido un fan de la ciencia ficción. Desde pequeño, incluso yo diría que desde antes de nacer. Aprendí a leer con la Fundación, me iba a la cama cuando el agente Mulder me lo ordenaba y perdí mi virginidad con la música de Blade Runner. Siempre he sido rarito, y en mi habitación en vez de posters de Samantha Fox tenía a James Cameron, pero es que no lo puedo evitar, disfruto con la posibilidad de la existencia realidades alternativas, los futuros distópicos y sobre todo con los tecnoinventos psicodélicos de los libros. Si de entre todos tuviera que elegir uno sin duda me quedaría con la máquina del tiempo. La usaría para volver al pasado, pero no para visitar a los romanos o los griegos, que para eso ya están los documentales del Canal de Historia, ni tampoco para conocer los resultados deportivos del futuro como Marty Mcfly y apostar sobre seguro. No son riquezas lo que anhelo. Si tuviera una máquina del tiempo sin dudarlo la usaría para volver a la Universidad. Cuanto daño podría hacer si volvería a tener 20 años con lo que se ahora. Fiestas, borracheras, universitarias ebrias…No disfruté de todo eso a su debido tiempo. Y es que aunque parezca mentira no siempre he sido el tipo carismático y con clase que soy ahora. Hubo un tiempo en el que era algo así como un Macario con gafas que vestía con camisetas de equipos de fútbol europeos talla XL. Esto se remonta mis orígenes, situados en un pequeño pueblo de la encantadora pero pobre comarca rural de la Alpujarra, famosa por ser un remanso de paz, sus espectaculares embutidos y el pito tan largo de sus habitantes. Mi infancia se desarrolló entre olivos, aulagas y maltratos a los gatos del barrio, hasta cumplir la ansiada mayoría de edad, y para un tipo al que a finales de los noventa lo más espectacular que le había pasado era la posibilidad de poder sintonizar las cadenas de tv privadas, la independencia y emigrar a una gran ciudad para estudiar suponía un importante salto cualitativo. Digamos que el mundo universitario no era el contexto por el que me solía mover hasta entonces. Es por eso que volvería a la universidad para aprovechar los conocimientos adquiridos con la experiencia, corrigiendo los errores cometidos, desperdiciando el tiempo más de lo que lo hice. Yo sería el que se burlaría de ese profesor con bigote, no el de mi, habría dejado de ir a más clases de las que fui, habría follado más (vale, dejémoslo en que habría follado). Ahora, por entonces, hubiera sabido que cuando esperas a una chica durante 2 horas las posibilidades de que aparezcan son remotas. No hubiera ido todas las noches al Amador por si ella apareciese. Pero sobre todo, hubiera entendido el verdadero significado de las palabras “contigo no, bicho”.
Así que si pudiera aprovechar para mis propios fines el derroche de talento y dinero que alguien con un supercerebro pudiera invertir para lograr un invento tal como la Máquina del Tiempo, capaz de cambiar la historia de la Tierra y el destino de la humanidad, sería para algo tan trivial e innoble como regresar al Campus donde estudié y ser el PUTO AMO.

A quién quiero engañar. Seguiría siendo un pringado.

miércoles, 8 de julio de 2009

Gritos, aspavientos y signos de excitación


La profundidad es algo que si no existiese debería inventarse. Es un delirante intercambio de emociones, un flujo de endorfinas que acampa en el contexto de las cosas y que las dota de interés. Porque las cosas ganan con la profundidad. Que placer disfrutar de una conversación profunda, o de un susurro en la profundidad de la noche. Saltas de alegría cuando sales de la profundidad y ves la luz. Incluso la cocina sin profundidad debería considerarse una burla gastronómica. Pero hay una única profundidad que no me gusta: la de los ojos. Es más, le tengo miedo. Porque desde tiempos inmemoriales la profundidad de los ojos ha sido capaz de lograr hazañas hercúleas, de derribar las torres más altas. Para mi es una fobia incapaz de superar. Y no se debe a que sea un cerdo misógino, sino a la fragilidad de mi cerebro ante una mirada edulcorada. Un condicionador emocional que me espanta. Le temo casi tanto como a las pirañas, ese engendro de la naturaleza que Dios inventó cuanto estaba probando el vino de la última cena. Porque solo ebrio se te puede ocurrir ponerle esos dientes a unos peces. Cuantas pesadillas en las que estoy pescando con mi barca y las pirañas con alas de James Cameron me atacan. Casi tantas como en las que me cruzo con una mirada profunda que no me da tiempo a esquivar.
Y es que pescar y las mujeres comparten una cosa: pescar una pieza y devolverla al mar.

viernes, 3 de julio de 2009

Microrrelatos Vol.III


Me han dicho en multitud de ocasiones que soy un tipo raro.
Lo que no me han dicho nunca es en comparación con quién.